15/05/07

Presentar viene del latín praesumo, praesumpsi, praesumptum que significa tomar antes o el primero, tomar anticipadamente o antes de tiempo, arrogarse, usurpar, suplantar, presumir, conjeturar, sospechar, tener por cierto que.

Tomar antes de tiempo o el primero. Dejémoslo, por el momento, como un “tomar antes” eso de presentar. Tomar parece venir del sustantivo latino Tomus-i que significa trozo, pedazo, libro, tomo. Ya en español pudiésemos decir que, con temor a equivocarnos aunque poco importe para nuestros fines, siendo un verbo derivado de un sustantivo: tomar es trozar, hacer pedazos, librar, en fin, tomar o hacer tomos. Tomar siempre implicará una elección mutilante. Tomar tiene una vocación de análisis. Tomar es fragmentar. Tomar es hacer partes. La que tomo y la que dejo. Presentar, de este modo considerado, es tomar. Hacer partes tomando y dejando.

Tomar antes será entonces, independientemente de la dimensión de lo tomado, tomar el primero. Y de lo que no podemos dudar es que cuando se toma, no se toma todo (ateniéndonos al acontecimiento que la palabra tomo en tanto que trozo nos indica). Sin embargo, siempre, se toma antes (al menos en la noción de presentar). Presentar sería, entonces, tomar antes. El tiempo es la diferencia respecto de los que toman después. Después, es decir, en el tiempo en el que ello no implica violencia alguna sino que sólo se sigue una partición ya dada. El que presenta toma y, al mismo tiempo, parcela. Presentar es inaugurar eligiendo el antes. El que presenta nunca toma la sustancia del todo, toma, sólo, el adverbio antes. El presentador es un bebedor de adverbios. El presentador es un embriagado de antes para posibilitar los enveses de los después. El presentador le dice a los después no eres sin el antes. No puedes ser después si no vienes de antes, sino devienes antes: sino: devienes: antes: QUE... Presentar es tomar el trozo del antes, no importa tomar lo que sea, salvo que sea lo que se tome antes que todo.

¿Cómo tomar una obra antes (que ya ha sido hecha) y que, por consiguiente, sólo nos queda participar de lo dejado en el después de nuestra lectura? Siempre se lee en el después. La temporalidad de la lectura es el después.

Presentar, respecto de lo ya escrito, es presumir (estar delante de, estar al frente de) la acción del tomar eligiendo el antes cuando parece que se le hace después. Es asumir las implicaciones de un antes que tendrá después. Presentar es usurpar (Usu: uso o empleo; rapio: arrastrar consigo, llevarse) arrastrar consigo el empleo del posible lector arrogándose el privilegio de ser el primero. El que presenta dice el antes del después de la lectura. Presentar es suplantar (supplanto: echar la zancadilla) al lector, es decir, retrasar el después su lectura con el obstáculo del antes en el demasiado tarde de su lección. Presentar es sospechar (Suspicio: mirar de abajo arriba) de la legitimidad del después del lector como si la lectura auténtica se tratase de una regresión, una reminiscencia, un itinerario del después al antes. Presentar es arriesgarse a conjeturar que se puede dar con el antes de lo presentado. Con el antes de ser leído, para que después se lea. Al presentador, incluso, le importa o le debe importar un óbolo el después lector. Lo que le importa, es decir, lo que le lleva es, nada menos, que usurpar (arrastrar o llevarse consigo el uso o el empleo de algo) el lugar de la obra, el lector e incluso el lugar del mismísimo antes del autor.

Esto es una conjetura. Cum: con. Iactum: arrojado. Una conjetura, más que un juicio apresurado y superficial, es un arrojarse con. No arrojarse por la obra, ni por el lector, ni por el autor que eso sí sería una conjetura en sentido corriente. Sino que, por el contrario, el que presenta se arriesga con lo presentado en tanto que presentante. Sí, se trata de ser arrojante y arrogante. Se trata de correr la suerte de lo obrante en el autor, la obra y el lector. El que presenta, no importa que tenga la obra miles de presentaciones y lectores; el que presenta, siempre tendrá por este acto de arriesgarse con el antes de la obra, no ser uno de tantos y meros después, sino el arrogante antes por antonomasia.

No habrá después para el que presenta. El que presenta está en el antes respecto de la obra, antes que el lector. Más aún, está en el antes con todos ellos incluyendo al autor. Porque, luchando con su inevitable después, miente al lector, hace trozos la verdad coagulada de la obra, hace tomos del libro y aparece, como sólo se puede aparecer, antes de la aparición, compareciendo como el autor del QUE antes de todo antes, es el QUÉ (quid) de toda lectura posible. Sí, presentar es presunción. Es la unción de antes, es estar ungido antes de cuando que. Es ser un ángel. Un ángel con vocación arqueológica, antes aún, paleológica, antes aún, paleontoquéica.

Presentar es tomar antes. A destiempo. Adverbialmente. Atemporalmente. ¡Que sea, pues, lo Que antes Que después Que…!

¡Ah, posible lector, deseo que nos leas antes que nosotros, para seguir escriviéndonos! Recuerda: ¡En el principio es, fue y será el qué que tiene por cierto que antes que cuando que!

Todo este desarrollo o embrollo del presentar como un tomar antes y todos sus después deja lugar para un último sentido que prefiero, por razones obvias, sea el primero. Me refiero al tener por cierto que. Que sólo al final se reconoce el principio y viceversa.

Este último sentido que quiero presentar, por fin o por inicio, es en base a que este libro filosófico-poético o poético-filosófico se refiere a un presentar entendido como tener por cierto que... El problema es que este tener por cierto que (pro certo habere quod) “El Habla del Ángel”, es casi equivalente a tener por cierto que qué. Ello, como ya lo hemos leído, implica una decisión, una elección, una acción: ubi-car-se. Ubi: allí; Caro, carnis: carne, hombre. Se: a sí. Allí en el antes. En el lugar del antes. En la carne del antes. Sólo así podremos tener por cierto que. ¡Hay, pues, QUE ser QUE para tener por cierto QUE…!

De este modo, mi presentación de “El Habla del Ángel” de Dyma Ezban se titula: “Tener por cierto que qué” Siendo el primer “que” una conjunción completiva y el segundo “qué” un pronombre interrogativo. Es decir, el que es una conjunción cuando, por ejemplo, digo: creo que entendí este libro Y, por otro lado, es un pronombre interrogativo cuando, por ejemplo, balbuceo: ¿qué entendí del mismo? Bueno, no es clase de gramática sino de autenticidad o autoqueidad.

Pero ¿Qué tengo por cierto? ¿Qué tengo, seguramente y sin duda, respecto a este libro si este libro trata del qué? Y, entonces, mi pregunta ahora es: ¿Qué tengo por cierto, seguramente y sin duda, del que que es el tema de este libro? En síntesis: ¿Qué tengo por cierto que qué?

Quiero proponer tres tipos de qués: primero, el qué poético que es un pronombre exclamativo, el qué filosófico que es un pronombre interrogativo y, por último, el que que es una conjunción de los anteriores y que, por supuesto, remata el título de esta presentación entendida, ya hemos dicho, como tener por cierto que qué


El primer qué

O de la poesía

¡Qué lástima

que yo no pueda cantar a la usanza

de este tiempo lo mismo que los poetas de hoy cantan!

León Felipe

El qué poético es un pronombre exclamativo. Pro: en lugar de, en vez de. Nomen, nominis: nombre. Ex: desde (momento inicial). Clamo: dar voces, gritar. Si admitimos que la poesía sea el primer qué entendido etimológicamente o, antes aún, en su sentido originario diremos que: La poesía es lo que está antes que el nombre de modo que desde antes da voces gritando. ¿Qué está antes que el nombre de modo que desde antes da voces gritando? El qué poético.

El qué poético presenta el nombre. El qué poético hace la presentación del nombre. El qué poético toma antes o el primero, toma anticipadamente o antes de tiempo, se arroga, usurpa, suplanta, presume, conjetura, sospecha, tiene por cierto que el nombre.

El qué poético inaugura toda posible declinación del nombre. El qué poético es el antes del nombre... Pero, bueno, paciente lector no voy a seguir desarrollando o embrollando estas palabras. Pre-fiero, ahora sí, tratar de entrar cuanto antes a uno de los poemas de nuestro autor y a partir de él hablar de “El habla del ángel”. Sólo te pido que antes recuerdes qué es un ángel. Un ángel es un ungido, un enviado, un mensajero, en fin, un “presumido” en el sentido más arrogante y arrojante de la palabra. Pero, ya, pues. Escuchemos una de las voces que grita “El habla del ángel” poetizando.

¿Qué tenemos por cierto del qué poético? Dice Dyma:

“Lo único que queda

después de olvidar el mundo

es la Poesía.”

¿Qué es lo único que queda después de olvidar el mundo? La respuesta: “es la Poesía” ¿Esto es tener por cierto el qué poético?

En primer lugar, consideremos la segunda estrofa donde dice: “después de olvidar el mundo”. La consideramos antes, porque sólo después de hacerlo, se sigue que lo único que quede sea la Poesía. ¡Olvidar el mundo antes, después la Poesía!

¿Qué es olvidar el mundo? Olvidar el mundo es no recordarlo. Olvidar el mundo es no presentarlo. NO PRESENTARLO. ¡Acuérdate! Olvidar el mundo es descuidarlo, no cuidarse de él, dejarlo perdido, en fin, no tener por cierto que el mundo Olvidar el mundo es tener la gracia de no recordarlo. Para que lo único que quede sea la poesía es preciso no tener por cierto que el mundo. Tener por cierto que el mundo es ser mundano. Habitar en la mundanidad es ser mundo que nos preocupa y nos ocupa antes que cuando que. El hombre es un ser en el mundo dice Heidegger. Es decir, nuestra existencia consiste en este ser pro-iectados en el mundo.

Por tanto, tener por cierto el qué poético es no tener por cierto el qué del mundo. Tener por cierto que el qué poético es ANTES QUÉ tener por cierto el DESPUÉS QUÉ mundano. Ahora, el después implica un antes, no hay un después sin un antes, el antes de no tener por cierto el qué del mundo es el después de tener por cierto el antes del qué de la Poesía, es decir, el ANTES QUÉ. La poesía es el olvido del mundo. La poesía es antes, el mundo después. Poéticamente el hombre habita dice Heidegger.

Sin embargo, ¿la poesía es sólo un residuo del después del no tener por cierto el qué del mundo? Sí, nos dice el texto al enfatizar, en la primera y tercera estrofas, que “lo único que queda…es la Poesía”.

Pero, acaso, la Poesía es sólo un residuo. No. Porque quedar no es sólo restar o faltar sino también callar, enmudecer. La poesía queda y queda. Y, entonces la Poesía después de provocarnos a olvidar el mundo, nuestro soporte, nuestro estar seguros en la existencia, nos deja en el silencio. La Poesía nos provocó a olvidar el mundo y, cuando lo hemos hecho, ¿qué nos ofrece? Silencio, la Poesía se queda.

Pero, acaso, ¿la Poesía nos vuelve la espalda al dar la espalda al mundo? Sí. La poesía se queda como residuo, la poesía se calla como residuo, la poesía permanece como residuo. La poesía sobra, calla y permanece.

Tener por cierto el qué poético es tener por cierto sobrar, callar y permanecer. Tener por cierto el qué del mundo es creer faltar, hablar y desaparecer. Cualquier parecido con nuestro cotidiano hablar es mera coincidencia.

Así pues, volvamos a la pregunta inicial de este apartado: ¿Qué tenemos por cierto del poético qué? Lo que queda ¿Qué es lo que queda? Lo que permanece de tal modo que siempre sobra y calla. No es acaso la Poesía una palabra que sobra, que siempre sobra hoy en día. Son puras palabras. Palabras escupidas en el hocico de la ensordecedora habladuría del mundo. Palabras inocentes que callan lo que significan. Palabras sin Palabras, ni sostén. Palabras que gritan sin nombres, ni sustantivos: PALABRAS QUE GRITAN: ¡QUÉ SILENCIO! Sólo los ángeles pueden olvidar el mundo y hablar de QUÉ modo. No sé que quedan balbuciendo…

El segundo qué

O de la filosofía

“Un no sé qué que quedan balbuciendo.”

San Juan de la Cruz

El qué filosófico es un pronombre interrogativo. . Pro: en lugar de, en vez de. Nomen, nominis: nombre. Intus: dentro, interiormente. Rogo: pedir o solicitar que. Si admitimos que la filosofía sea el segundo qué entendido etimológicamente o, antes aún, en su sentido originario diremos que: La filosofía es lo que está después que el nombre de modo que pide o solicita dentro o interiormente. ¿Qué está después que el nombre de modo que pide o solicita dentro o interiormente? El qué filosófico.

El qué filosófico, al igual que el qué poético, presenta el nombre. El qué filosófico hace la presentación del nombre. Sin embargo, a diferencia del tomar antes del qué poético, el qué filosófico toma después o el segundo, toma posteriormente o después de tiempo, se arroga, usurpa, suplanta, presume, conjetura, sospecha, tiene por cierto que secunda el nombre.

El qué filosófico, entonces, respecto del qué poético, es segundo. Su después no radica en olvidar el mundo, no en no recordarlo, no en no tener por cierto que el mundo, Por el contrario, la filosofía piensa el mundo, está pendiente del mundo. Toma, no el antes del qué del mundo sino, A PARTIR DEL MUNDO, A PARTIR EL MUNDO.

La filosofía problematiza y crea conceptos. Cierto. Pone en duda el tener por cierto el qué del mundo pero, nunca se arroga el antes que tener por cierto que el mundo. Su qué dura muy poco en tanto que qué. Le tiene tanto horror a la nada o a la queidad que inmediatamente asfixia, coge (capio, captum) con él y a él hasta engendrar la lógica de una filiación de un mundo mejor. No concibe una imagen sin concepto, sin imagen siquiera.

Sin embargo, hay excepciones entre los que secundan el qué. Son los que dicen: “No me escuchen a mí, escuchen a lo que cuenta y razón…” o “No hay hechos sólo interpretaciones. Incluso esto mismo es una interpretación”. Son los filósofos que devienen ángeles. Concientes de esta situación de secundados se ungen en la dimensión del “entre” el mundo y los dioses. Son los que escuchan y se hacen señas en el tiempo del antes y así toman parte y paren mundos más posibles que imposibles. Son los que, pendientes del mundo, se curan de él. Es decir, no sólo oscilan como títeres pendulares sino que, cortando sus cordones umbilicales, se separan y ya frente al mundo rozan fugazmente la dimensión de lo antes que tener por cierto que, ya no el qué del mundo sino, el mundo mismo en tanto que posibilidad antes de toda posibilidad, el qué, sin más. Los filósofos poetas no resuelven la angustia de su después, ahondan en ella.

Y bien. Vayamos ya sin más demora a nuestra pregunta: ¿Qué tenemos por cierto del qué filosófico? Escribe Ezban:

“Los filósofos inventaron la abstracción

para limitar por dónde se entra

y se sale de la vida:

el saberlo, les hacía sentir la No Vida,

la salvación.”

¿Qué inventaron los filósofos para limitar por dónde se entra y se sale de la vida? La respuesta: “la abstracción” Abstracción viene de dos vocablos latinos: Abs partícula en composición como prefijo que significa: alejamiento, privación; y, traho, traxi, tractum: arrastrar, llevarse consigo (a la fuerza). Abstraer significa, entonces, arrastrar o llevar consigo a la fuerza de modo que se aleje y prive a algo. En este caso a la vida. La vida, dijeron ellos, ES… Pero, nuestro texto dice en la cuarta y quinta estrofas: la No Vida, la salvación. Esto nos lleva a suponer que la No Vida con mayúsculas es la salvación y que la vida con minúsculas es la perdición, vivir es perderse, no vivir es encontrase. La vida es la región sin límites, en la vida no hay abajo ni arriba, en la vida no hay entrada ni salida. ¡La vida sencillamente vida!

No, nos desviemos. ¿Qué tenemos por cierto del qué filosófico? El qué filosófico es la abstracción, el dónde, la salvación… En la vida no hay abstracciones, ni límites, no hay dóndes, ni salvación. En este sentido los hombres devinieron filósofos para guarecerse de la perdición inevitable y construyeron el “Una cosa es y no puede no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”: es decir, nada menos que, la Identidad. El éso y no el qué. Y qué es ésta sino la ficción de que una cosa es idéntica a sí misma, tanto que no se confunda con ninguna otra y así aislarle, hacerle violencia, separarla, alejarla, arrastrarla al tedio de la eternidad, para que por fin se dé muerte a sí. Sí, eso ES.

¿Qué tenemos por cierto del qué filosófico? El qué filosófico inventó los dóndes de la salvación: Ser, Dios, Verdad, Racionalidad, Conciencia, Yo, en fin, los ésos. El qué filosófico olvida que el qué no tiene dóndes, ni tolera paras, es ilimitado… El qué sólo es qué, imagen sin concepto sin imagen siquiera. El qué filosófico limitó su queidad a la univocidad y no contento con ello la universalizó como un tronco en el mar cósmico, consuelo de los cándidos náufragos de Occidente. El qué filosófico es el sustantivo abstracción. Los filósofos inventaron los límites de la vida.

Sin embargo, quien soy yo para juzgar a los filósofos, sus secuaces y víctimas. Allá ellos y su conciencia. Que yo ni la tengo tranquila y, por otro lado, creo ni siquiera la tengo. Hay, como ya se ha dicho, excepciones entre los filósofos pero son aquellos que sobran, que callan y permanecen perdidos no en el mundo, sí, en la vida. No en el ser sino, en el que (sin acento) ser.

El tercer que

O de la Conjunción

“Y no se para qué tendiendo redes

con palabras pretendo aprisionarte,

si, a medida que avanzan, retrocedes.”

Xavier Villaurrutia

Cum: juntamente con, en compañía de. Iacio, ieci, iactum: echar, arrojar, lanzar. Si admitimos que la conjunción sea el tercer que entendido etimológicamente o, antes aún, en su sentido originario diremos que: La conjunción es echar, arrojar o lanzar juntamente con… o en compañía de... ¿Qué es lo que echa, arroja o lanza juntamente con… o en compañía de…? El qué conjuntivo.

El que conjuntante conjunta al qué poético y al qué filosófico. El que conjuntante es la fiesta o la conflicto de los qués en el que que los arroja juntos. Más allá de ser el que conjuntante comparativo, causal, disyuntivo, ilativo o final es que simbólico en el sentido griego de arrojar juntos. Arroja juntos el antes y el después del tener por cierto que. El que conjuntivo no es un recipiente de qués es la acción de arrojarlos en compañía recíproca. El que de Dyma Ezban es de esta naturaleza. Pero, vayamos al acontecimiento concreto este ser arrojados juntos los qués precedentes en este que incluyente.

¿Qué tenemos por cierto del que conjuntante?

“Saber pensar el mundo

es saber llamar al poema,

saber sentir el mundo

es dejar a solas al poema.”

Lo que tenemos por cierto del conjuntante que es que el “saber pensar” y el “saber sentir” el mundo nos lleva a una relación íntima con el poema. En el primer caso a llamarlo, en el segundo a dejarlo a solas.

La senda del lenguaje del qué filosófico es, por su puesto, saber pensar el mundo en tanto saber llamar al poema. ¿Qué es saber pensar el mundo? ¿qué es pensar? Pensar viene del latín pendere colgar y pendulum estar colgado. Ambas etimologías nos dan la imagen del estar suspendidos, estar colgados de algo, algo que nos arriesga asiéndonos. Pensar es, pues, pender del mundo, pender del poema. El mundo poemado o el poema mundado es el saber pensarlo llamándolo lo cual implica dos relaciones: En principio una mera relación de filialidad respecto al mundo en tanto que pensado; en segundo lugar y en eminentes secundidad, una relación de provocación en tanto que invocado por el qué. Relación bidireccional entre mundo como pensado y mundo como llamado. He aquí que tenemos la conjunción entre pensar y llamar. Entre mundo y poema. Pensar es llamar. Mundear es poemar.

No es posible “saber pensar el mundo” en tanto que “saber llamar el poema”, en la temporalidad del antes que ni del después que, sino que se trata de dos acciones correlativas y cofundantes en la co-originariedad del saber que sin antes ni después. ¿Qué puede ser que no sea ni antes que ni después que? Saber pensar el mundo, saber sentir el mundo es incendiar el poema dejándolo a solas para que arda en la insospechada dimensión del que.

Por otro lado, tenemos la senda del qué poético que es saber sentir el mundo, dejar a solas al poema. Saber sentir el mundo, es no pensarlo. No tenerlo como aquello de lo cual pendemos. Saber sentir el mundo es tener por cierto que es dejar a solas al poema. Sentir el mundo no sólo significa saberlo percibir. Saber sentir el mundo es, además, dolerse de él ante el espectáculo de la consunción a solas del poema.

Saber sentir el mundo es dejar a solas al poema. Dejar a solas el mundo implica desaparecer de él. Dejar a solas el mundo es abandonarlo en tanto que residuo. Sentir el qué del mundo es lamentarse de él y con él.

“El habla del ángel” de Dyma Ezban es el habla del mensajero flamígero del conjuntante que que “quema sin saberlo”, como el Fuego. Sólo dejando a solas el Fuego se revela cuán cerca está de nosotros. Presentar este libro, este autor, este lector, este mundo, esta poesía, esta filosofía es correr la suerte de la ignición del que que me hizo articular el siguiente poema que dice que:

“Tiresias o de los AlfabetaZ”

A Dyma Ezban

En el Principio era el Caos

y también lo será en el Fin.

Y entre uno y otro;

vio, habló y pensó el AlfabetA.

De la beta a la psi

Y de la psi a la beta.

Mortal intersticio entre Alfa y Omega.

Entonces, injustificada y arbitraria,

emergió la Poesía

Y la Poesía se hizo Filosofía

Y habitó entre nosotros.

Pero el Día no la recibió

y la Noche tampoco.

Huérfana

de la divina regularidad astral

se auspició en el vientre de la tierra

y jugó el único juego posible:

La pirotecnia.

Y, entonces, en el Principio fue la Caverna.

Y, por consiguiente, también lo será en el Fin.

Y, sólo desde entonces,

y para siempre jamás

los AlfabetaZ juegan con Fuego

que sólo arriesgando el Fuego se conserva la visibilidad,

en este infierno alucinante

en este sistema de cavernas comunicantes

en esta constelación de eclipses…

Encendiéronse, pues, el Fuego.

El fuego en la caverna.

Y ambos se hicieron castillos.

Y los Alfabetos humearon entre nosotros.

Mtro. Ph. Marcos Edgardo Díaz Béjar